Extractos

jueves, 8 de mayo de 2014

Extracto Cautiva de una Mentira

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PROLOGO


Inglaterra, abril de 1462, Abadía de Santa María de Furness, condado de Cumbria. Inglaterra.

Alexia recorrió el huerto situado a los pies del convento, donde había sido recluida, para dirigirse hacia donde la esperaba uno de los hombres de su padre. Una vez más, recibiría su negativa al ofrecimiento de un nuevo compromiso. No aceptaría el matrimonio con ese último pretendiente. Le entregó su mensaje y regresó hacia el que ahora era su hogar en el cual, llevaba ya cuatro meses desde que su padre la había dado a elegir entre acatar sus órdenes y encontrar marido o recluirse en un convento.
A sus diecinueve años se la podría considerar ya que se le había pasado la edad de contraer matrimonio. Su padre, la había consentido en esos años, que se tomara su tiempo para encontrar un esposo. No quería forzarla a un matrimonio impuesto por él, a fin de establecer alianzas u obtener un enriquecimiento a través del mismo. Pero ella, no se decidió nunca por ningún de los innumerables pretendientes que había llamado a las puertas de su hogar.
Su padre, cansado ya de sus constantes negativas, decidió apremiarla para que tomase una decisión, pero lo único que consiguió fue que ella se aferrara más a sus ansias de libertad y de casarse con un hombre por el que pudiera sentir algo más que cariño.
Estaba hechizada por la idea de los valientes caballeros de los romances, que salvaban a bellas damas de dragones y demás criaturas fantásticas. No quería verse atrapada, hasta el fin de sus días, en un matrimonio con un hombre que solo la haría sentir respeto y, con suerte aprecio. 
Su rebeldía había sido tolerada por sus progenitores desde su infancia. Pero al cumplir los catorce años todos sus caprichos infantiles se acabaron. Donde antes todo eran juegos y risas, ahora eran enseñanzas para organizar un hogar y dirigir a la servidumbre. Es-taba decidida a encontrar un hombre al que amara y convertirse así en su esposa y madre de sus hijos. Pero ninguno de los hombres que conoció la hizo sentir ganas de unirse a ellos.
Una vez más, su padre se encontraría con que su respuesta sería una rotunda negativa. Ella había asumido que su estancia, en aquella espartana abadía, iba a convertirse en su hogar para siempre. Al fin al cabo, la vida dentro de aquellos austeros muros, tampoco era tan desagradable como se la había imaginado en un principio. Dura sí, eso no podía negarlo, pero podría acostumbrarse a vivir allí.
Había entablado una muy buena amistad con el resto de las jóvenes doncellas que habían sido enviadas allí al igual que ella. Entre todas, conseguían que hubiera algo de alegría y diversión, a escondidas, en aquel sobrio y respetuoso ambiente.
Ojalá fuese como su hermana que aceptó sin miramientos la proposición del que ahora era su marido. Ella era feliz, su marido era joven y bastante atractivo. Y aunque, al principio, no había existido amor entre ellos, tras un corto espacio de tiempo, se sintió profundamente enamorada de él.
Pero no deseaba arriesgar su felicidad a un quizás. Quería ir sobre seguro, encontrar un hombre dulce y cariñoso que la hiciera sentir la mujer más feliz sobre la faz de la tierra y que le ofreciera una vida llena de amor y alegría.
Suspiró y levantó su cabeza hacia el cielo, a la vez que cerraba sus ojos, y rogó silenciosamente a Dios, que si ese hombre existía, apareciese pronto en su vida, porque estaba perdiendo la esperanza de que aquello ocurriese algún día y pronto se la consideraría demasiado vieja para encontrar un hombre que se interesase por ella.

 CAPITULO 1


George Kemble, miraba al horizonte esperando ver aparecer al hombre, cuya lealtad en el pasado, había hecho que le considerase como a un hermano y no como un amigo. Solían visitarse varias veces al año, siempre que sus responsabilidades se lo permitían.
Vio una nube de polvo que comenzaba a formarse en la arboleda próxima al castillo, propiedad de la familia durante generaciones. Seguía conservando en el exterior el aspecto de las fortalezas medievales antiguas, pero el interior había sido completamente reformado adaptándose al estilo de la época.
A la llegada de Edward, George, se encontraba en el patio central de pie junto con su esposa Rose. Ambos hombres se abrazaron y rieron felices por el reencuentro y, después, saludó cortésmente a la esposa de su amigo. 
—¿Has tenido un buen viaje, Edward?
—Bastante bueno, la verdad. Gracias al Señor, que el tiempo nos ha acompañado durante todo el trayecto. Rose, seguís estando tan hermosa como siempre.
Lady Rose Kemble era una mujer jovial que pese a acercarse a la cuarentena aún conservaba la belleza que había tenido en su juventud y que habían heredado sus hijas. 
—Gracias Edward, como siempre tan galante con vuestros cumplidos.
—Por cierto, ¿Dónde está la pequeña Alex? Me resulta raro no verla aquí a vuestro lado. ¿Acaso la habéis encontrado ya esposo y no me lo has mencionado? 
Edward negó con la cabeza.
—No hay noticia que más me gustase anunciarte. Ya conoces a mi pequeña y dulce salvaje, sigue empeñada en no aceptar ni una sola de las proposiciones de matrimonio que la presento. Como último recurso para acabar con su testarudez y que acepte, de una vez por todas un esposo, la hemos enviado a una abadía para forzarla a que tome una decisión.
—Siempre te he dicho que consentías demasiado a la pequeña. Si estuviera en tu lugar, haría ya bastante tiempo que la hubiera casado. Lo que me extraña es que aun recibas proposiciones para unirse a ella. Huiría, como si se tratase del demonio, de una mujer que hace su voluntad.
—Tienes razón amigo mío. He sido demasiado blando con mi pequeña. Pero ahora ya es tarde y poco, o nada, puedo hacer. Lo único que le pido a Dios, en mis plegarias, es que ella acepte casarse pronto.
Edward se apenaba por la situación en la que se encontraba su amigo. No tenía hijas y, por lo tanto, jamás se había visto en la situación de tener que buscar un buen esposo. Incluso su único hijo, había elegido bien y se encontraba felizmente casado. 

Después de la cena, ambos hombres se encontraban sentados delante de la chimenea degustando un buen licor que George guardaba para aquellas ocasiones especiales que lo requerían. Habían estado hablando durante horas sobre las últimas noticias que le habían llegado de la Corte del rey Eduardo IV
Edward, por un instante, se quedó con la vista fija en el fuego que crepitaba en la chimenea.
—Te has quedado absorto en tus pensamientos. ¿Tienes algún problema del que desees hablarme?
Negó, despacio, con la cabeza y desvió su mirada para dirigirse a su amigo.
—¿Te he hablado alguna vez de Lord Jacob Sherwin?
George, frunció el ceño intentando recordar aquel nombre.
—No recuerdo haber oído nunca ese nombre, aunque el apellido no me es desconocido. ¿Debería conocerle de algo?
—Es posible que me lo haya escuchado mencionar en alguna ocasión. La familia Sherwin posee las tierras colindantes al este de las mías. Jacob, heredó las propiedades al morir su padre, cuando éste falleció hace algunos años a causa de unas fiebres. Ahora, es el señor de aquellas tierras. Muy prósperas por cierto.
—¿Por qué mencionas ahora a este hombre? ¿Acaso han surgido desavenencias entre vosotros?
—No, tenemos una muy buena relación, que nació ya con su padre y que seguimos manteniendo en la actualidad. He pensado en él porque puede ser la solución a tu problema.
—Explícate Edward porque, en este instante, no sé ni en qué, ni de qué manera, puede ayudarme a mi este hombre. 
—Alexia.
George se quedó pensativo y su comprensión hizo que asomara una sonrisa en sus labios.
—Así que, ese hombre, está buscando esposa y has pensado que Alexia sería una buena elección. Gracias por intentar ayudarme con mi hija, pero pienso que es un caso perdido. Ni tan siquiera aceptará conocerle tal y como ha hecho con los anteriores pretendientes.  
—Jacob no está buscando esposa exactamente. Estuvo prometido a una bella muchacha que murió al caerse de su montura mientras cabalgaba. Desde entonces, se ha recluido en sus tierras, saliendo tan solo para acudir cuando se le requiere en asuntos de la corte y visitarnos en contadas ocasiones a los vecinos circundantes. Me comentó, hace tiempo, que jamás volverá a pensar en el matrimonio, pero creo que ha llegado el momento de que piense en una esposa que le dé herederos a quienes poder legar sus posesiones.
—Si no piensa en el matrimonio, creo que ni siquiera deberíamos estar hablando de presentarle a mi muchacha. Puede ser muy dulce con quien quiere, y cuando quiere, pero en el momento que le vea, sacará sus garras hasta que se deje de sentir acorralada por el compromiso. 
—Estaba pensando en que… —Edward titubeó mientas ideaba un plan en que ambos jóvenes pudiesen conocerse sin sentirse presionados—. Quizás, tú y yo, podríamos… por decirlo de alguna manera, intermediar para que ambos se conozcan y ver qué ocurre entre ellos.
—En ese caso, mi querido amigo, ya puedes ir ideando un buen plan para que funcione porque, a priori, creo que será un tremendo fracaso. Mi hija en el momento que intuya que puede haber una proposición matrimonial de por medio, no le dejará ni abrir la boca. Si fuera tan dócil como hermosa, ahora tendría correteando, a mi alrededor, algún que otro nieto.
—Pensaba que tal vez, podíamos forzar la situación entre ellos. Podrías decirle a tu hija, que te has cansado de esperar a que escoja marido y que has elegido por ella. Planteárselo como una orden que no podrá desobedecer.
—¿Pretendes que la diga que mi decisión es que se case con Lord Sherwin? Eso sería sencillo, pero ¿Cómo le convencemos a él? No puedo dejar a mi hija delante de la puerta de su casa y de-cirle que será su futura esposa. –Dijo en tono de burla.
Edward soltó una carcajada ante el absurdo comentario de su amigo.
—George, debo decir, que estoy tentado en decirte que lo hagas, solo por ver la expresión que pondría Jacob. No. Mi idea es decirle que tu decisión es que se despose… conmigo.
—¡Contigo! Ahora sí que estoy convencido de que has perdido la cabeza. Ella siempre te ha visto como a alguien de la familia, casi como a un tío. No quiero que te tomes a mal lo que voy a decirte, pero la idea de unirse a ti le parecerá, al menos, detestable.
—Exactamente, George. Esa es la idea. Jacob es un hombre joven, tiene veintiséis años y las mujeres le consideran bastante atractivo y espero que ante la idea de ser la esposa de un hombre tan  viejo como yo, desvíe su atención hacia Jacob. Fingiré que he sufrido un accidente y me es imposible ir a buscar a mi encantadora prometida. Será un pretexto bastante creíble y dudo mucho que no me hiciese el favor de acudir a esa abadía para traerla a mi casa y celebrar los esponsales.
George, soltó una carcajada, ante el retorcido plan ideado por Edward.
—Será como tenderles una emboscada. Mi hija solo verá a Lord Sherwin como su escolta y quizá el muchacho se quede prendado de la belleza de mi niña. 
—Así es, George. Alexia tiene cierto parecido a la pobre mu-chacha que falleció. Ambas rubias, ojos claros y la piel muy blanca. Si es así como le gustan las mujeres, se fijará en ella. Alexia es bastante más alta y esbelta, pero creo que eso no será ningún pro-blema para él, es uno de los hombres más altos que conozco
—Empiezo a tener alguna esperanza de que este plan pueda tener éxito. Por intentarlo no pierdo nada, ya que lo he probado todo y ella continúa sin dar su brazo a torcer.

Tres semanas después, Alexia se encontraba trabajando en un tapiz, junto con otra de las muchachas que residían con ella. La costura siempre había sido una de sus actividades preferidas y cuando se sentaba delante de un telar, se alejaba de todas las preocupaciones que la atormentaban.
Tan abstraída estaba en su trabajo, que no se percató de que le estaban hablando, hasta que notó en su hombro la mano de una joven religiosa, que había ingresado hacia poco tiempo en la abadía y de la cual todavía no conocía su nombre.  
—Lady Alexia. Venid conmigo, por favor. —Por la seriedad de su semblante, Alexia pensó inmediatamente que recibiría alguna mala noticia referente a su familia.
—¿Ocurre algo malo?
—No sé nada. La Abadesa me pidió que os viniese a buscar y que acudierais lo antes posible. Por favor, no debemos hacerla esperar.
Salieron de la sala de costura, y se dirigieron hacia el comedor donde se encontraba esperando la anciana mujer. Mientras recorría los corredores de piedra, no pudo dejar de imaginarse que habría ocurrido ¿Su padre o su madre habrían caído enfermos? Pensó también en su hermana que se encontraba esperando a su primer hijo. Rogó a dios, en silencio, que todos sus familiares se encontraran bien. 
Cuando llegaron a la sala donde la esperaba la abadesa, ésta se encontraba de pie en la parte delantera de la misma.
—Lady Alexia. Un hombre acaba de traeros estas misivas y nos ha indicado que primero leáis ésta, que pertenece a vuestro padre.
Cogió la correspondencia que tenía la abadesa en su mano y re-conoció, en uno de ellos, el emblema de su padre. Echó una ojeada al otro escudo y, aunque le resultaba conocido, no recordaba donde lo había visto anteriormente. Con el ceño fruncido, se dispuso a abrir aquella que tenía el sello de su familia. Tan solo esperaba que no hubiese ocurrido ninguna desgracia.

Querida hija:
Espero que entiendas la decisión que hemos tomado, tu madre y yo de mutuo acuerdo. No podemos seguir consintiendo que nos desobedezcas tan abiertamente como lo has estado haciendo y sigas dejando pasar los años sin tener un esposo. Creemos que te hemos dado un margen muy amplio para que medites sobre un asunto tan importante como el matrimonio y dado que no has sabido gestionarlo diligentemente, seré yo quien tome la decisión en tu lugar.
El hombre con el que he decidido desposarte es Lord Edward Evans. Ha decidido formar una nueva familia y en su última visita acordamos vuestros esponsales. Le conoces de toda la vida y sabes que es un buen hombre y, estoy convencido, de que será un buen esposo.
En esta ocasión, no admitiré, por tu parte, ninguna muestra de enfrentamiento hacia nuestra familia o hacia el propio Edward. Como sabrás, tu negativa al matrimonio no será tenida en cuenta ni ante Dios ni ante los hombres.
Junto con esta nota, recibirás unas palabras que cariñosamente te ha querido dedicar Lord Edward, informándote de los detalles de tu viaje. Por deseo expreso de él, partirás inmediatamente hacia tu nuevo hogar, donde se celebrarán los esponsales, en cuanto estemos todos allí reunidos.
Que dios te guarde y proteja durante el trayecto.
Tu padre que te ama,
George Kemble

Abatida y conmocionada, Alexia se dejó caer de rodillas al suelo sin ser capaz de detener las gruesas lágrimas que resbalaban por sus mejillas. La carta que acababa de leer, dictando una sentencia de muerte a su felicidad, se deslizó de sus manos y cayó al suelo.
Se cubrió la cara con las manos pensando que, tal vez fuese todo una pesadilla, pero la otra carta que había olvidado en su mano, la hizo volver a la realidad. No pudo evitar que se le escapara un alarido cargado de agonía mientras procuraba romper el lacre para leer lo que le había escrito su ya prometido y futuro esposo. 
¿Cómo había podido su padre hacerlo algo así? Sentía cariño por aquel hombre, que conocía desde que tenía uso de razón, y que para ella era un miembro de su familia. Nunca, por más que se esforzara, podría llegar a intimar con él como debería hacerlo con un esposo. Era de la edad de su padre y ella siempre había querido a un hombre joven a su lado. Incluso su hijo era mayor que ella. 
Notó como la anciana mujer le acariciaba suavemente la cabeza y le indicó amablemente que leyera la otra carta que, de nuevo, había olvidado. Con manos temblorosas, procedió a abrirla, aun sentada en el suelo sobre sus talones.

Mi dulce y amada Alexia:
Espero que la decisión de vuestro padre os haya colmado de tanta  felicidad como a mí. Estoy impaciente por teneros aquí a mi lado y ambos pensamos, que lo mejor sería que abandonaseis, de inmediato, la abadía para veniros a vuestro nuevo hogar.
Os ruego me disculpéis por no ser yo, en persona, quien os acompañe en este largo viaje, pero mi salud se ha visto resentida, por una caída, y me es imposible desplazarme hasta allí para escoltaros.
En mi lugar, será Lord Jacob Sherwin quien os acompañe y proteja en vuestro viaje. Es un hombre de honor, que cuenta con toda mi confianza, y os proporcionará la seguridad que necesitáis en estos caminos, si surgiera alguna contrariedad.
Vuestro anhelante prometido,
Edward Evans

Dejó caer las manos sobre sus rodillas e inclinó la cabeza derrotada mientras las lágrimas seguían bañando sus mejillas.  
—Lady Alexia ¿Os encontráis bien?
No sabía qué responder a la pregunta que le acababa de formular la Abadesa. Seguía mirando la hoja de papel que sostenía temblorosamente en sus manos, incapaz de asumir que aquello pudiera estar pasando. Debía tratarse de una pesadilla de la que tenía que despertar. 
—Perdonadme. Pero las órdenes del caballero que os está esperando fuera es que os deis prisa en recoger vuestras pertenencias para partir lo antes posible.
—Pues decidle que ya se puede ir marchando porque no iré a ninguna parte. No pienso acatar las órdenes de mi padre. —Si que-rían que saliese, tendrían que hacerlo a la fuerza porque no se iba a mover de allí.
—Mi dulce niña. Levantaos, por favor. He sido informada de vuestro compromiso y no tenéis forma de eludirlo. Ya está hecho. Solo podríais romperlo en el caso de que decidieseis quedaros aquí para servir a Nuestro Señor. En otro caso, deberéis actuar como se os ha dicho y partir de inmediato. Es una decisión que debéis tomar ahora, no tenéis tiempo para meditarla.
Alexia se quedó mirando a la Abadesa sopesando ambas opciones. Tenía que elegir entre servir a un esposo o, servir a Dios. No le satisfacía ninguna de las dos opciones, pero si decidía optar por el matrimonio, saldría de la Abadía y tendría una posibilidad de fugarse y poderlo evitar. Si elegía quedarse allí, no volvería a salir en todos los años que le quedaran de vida.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no voy a quedarme aquí. Aunque os aseguro, que encontraré la manera de librarme de este matrimonio.
—Lady Alexia, lo mejor es que aceptéis al hombre que Dios ha puesto en vuestro camino y convertiros en una buena esposa y madre. Vuestra reticencia y deseos de querer evitar lo inevitable, tan solo os convertirá en una mujer muy desdichada.
Tras escuchar aquellas palabras que, lejos de animarla, lo único que consiguieron fueron enfurecerla aún más, se dirigió hacia el dormitorio que compartía con otras dos jóvenes y recogió las escasas pertenencias que le habían permitido quedarse cuando ingresó.
Se despidió de sus compañeras y, decidida, salió de la abadía, dispuesta a encontrar una solución antes de que fuera demasiado tarde. Con paso firme y de manera altiva, atravesó el huerto para dirigirse fuera de los muros que protegían la sagrada edificación. Quienquiera que la estuviese esperando al otro lado, no la vería derrotada ni débil.

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